De esto no hablan: la confiscación de la vida
«Es una lucha de clases y necesitamos hacerla más explícita. […] No se trata de que todos queremos lo mejor para todos y de que compartimos los mismos intereses. […]
Es una cuestión de clases: algunas personas se benefician y otras pierden.
Y necesitamos luchar para decidir quién se está beneficiando y quién está perdiendo.»
«Una lucha de clases por el ocio», entrevista a Nick Srnicek, Brecha, 20-IX-24.
Existe un paisito, al sur del sur, donde hace 100 años había una fuerte corriente de pensamiento que postulaba el estado de bienestar para la población como objetivo básico de la organización social; donde se sostenía que el Estado era el escudo de los débiles; donde uno de sus principales dirigentes, luego dos veces presidente de la república, había fundado un diario que casi regalaba para que los trabajadores pudieran estar informados y supieran sus derechos; donde se habían reconocido otros nuevos, todavía inéditos en las democracias más avanzadas, entre ellos la jubilación para las y los trabajadores y el otorgamiento de pensiones; donde se había creado un organismo público para encargarse de esa función; donde empresas estatales eran las responsables de producir y distribuir los servicios requeridos para un hábitat adecuado y digno. Se lo llamaba la Suiza de América porque, no tanto como en Suiza, pero también en el paisito, las decisiones fundamentales para la sociedad las tomaba el pueblo todo en elecciones con sufragio universal.
Pero llegaron las bajas de precios de las materias primas. El paisito pasó de gran acreedor de sus ventas a gran deudor de los préstamos que tomaba para no afectar la propiedad y la riqueza. Las ganancias de la oligarquía decrecieron considerablemente y le fue necesario, para mantenerlas, explotar más a los ya explotados. Y entonces vino una dictadura y después el liberalismo, y después el neoliberalismo. El paisito fue perdiendo su aroma socialdemócrata y adquiriendo otro, mucho menos social y no tan demócrata. Y empezó a difundirse, y a hacerse casi pensamiento único, el liberal (ahora los socialdemócratas se hicieron liberales y hasta hay «liberales de izquierda») y, en consecuencia, se apostó al sector privado, a las inversiones extranjeras, a enriquecer más a los más ricos para que, quizá, algo de esa riqueza desbordara y alcanzara a algún pobre.
Ese paisito, si todavía no lo reconocieron, es Uruguay.
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El 27 de octubre tendremos elecciones generales y habrá que elegir entre dos modelos de país, determinando quién será el presidente y qué agrupamiento tendrá la mayoría parlamentaria, y también –tanto o más importante– determinando, con el voto a la papeleta blanca del Sí en el plebiscito propugnado por el PIT-CNT y otras organizaciones sociales, quién se cargará la mochila a la espalda: el capital o el trabajo.
La trascendencia de ese plebiscito la reconocemos todas y todos, aunque por distintas razones. En nuestro caso, porque vamos a elegir entre sostener más a quienes más lo necesitan y pedirles más a quienes pueden darlo o seguir llenando de piedras esa mochila que hoy está en hombros de trabajadoras y trabajadores.
Pero por eso también una parte importante del sistema político, que quiere que nada cambie para que todo siga como está porque defiende sus intereses de clase, ha salido a hacer una campaña furibunda, pronosticando que si el plebiscito se aprueba vendrá el diluvio universal en versión Uruguay, en 2100 o quizá algo después.1 Ministros, exministros, voceros han emprendido esa santa cruzada, y ahora se les une el presidente de la república. Es la campaña de los que tienen la sartén por el mango y, como canta María Elena Walsh, el mango también. Y no quieren perderlos.
Si bien es dudoso que el presidente esté actuando dentro de lo que la Constitución establece, creo que está bien que quiera defender su buque insignia y que lo haga. Lo único que tenemos que pedirle es que sea mediante argumentos apoyados en verdades comprobables, no en supuestos de supuestos ni, mucho menos, en cosas que indudablemente son falsas. Y que ponga todo arriba de la mesa: que defienda su reforma, que reconozca que cree justo que las prestaciones mínimas sean lo más mínimas posible, que los trabajadores paguen el costo de los déficits del Estado y que no se toquen las ganancias de las financieras que hacen las veces de administradoras, las administradoras de fondos de ahorro previsional (AFAP), que en realidad no administran, sino que usan los aportes de los trabajadores y las trabajadoras y lucran con ellos. Y esa es una de las causas importantes del desfinanciamiento fiscal.
En esa campaña de terror, un argumento favorito, que se enuncia con voz tonitruante y gesto de indignación, es que la aprobación del plebiscito confiscará los ahorros de quienes han aportado a las AFAP. Hace 25 años, cuando se propuso usar ese dinero (que debe acumularse de forma segura hasta que se necesite para pagar pasividades) para financiar la construcción de viviendas, la derecha puso el grito en el cielo y denunció que se quería meter la mano en el bolsillo de los jubilados. Ahora eso lo hacen las AFAP, pero con otros destinos, no siempre tan loables, y se agravian de no poder seguir haciéndolo.
En realidad, la objeción no requiere mucho análisis, porque la idea de confiscar está asociada a quitarle a alguien algo de lo que es propietario, y los ahorros de las AFAP no son propiedad de quienes los aportan (no tienen su libre disposición). El derecho que tienen sobre ellos no es el de propiedad, sino el de recibir al jubilarse una prestación, para lo cual el aporte es un requisito constitucional. Lo que hace la papeleta no es quedarse con nada de nadie, sino disponer una forma de administración distinta de esos recursos: en vez de privada, con fines de lucro, estatal, sin fines de lucro, y garantizada por un fideicomiso.
Pero, sin duda, es un discurso efectista y, por eso, de los tres grandes temas de la papeleta es el que suscita más dudas, e incluso hace que uno de cada tres frenteamplistas no acompañe la propuesta plebiscitaria, lo mismo que algo más de uno de cada dos votantes de la coalición gobernante, y también que más del 10 por ciento aún no haya definido qué hará, según la última encuesta de Factum. Aun así, la mayoría absoluta, según la encuesta, apoya la reforma y, por eso, los creadores de las jubilaciones multicolores han perdido el sueño. No solo porque los elementos esenciales de su obra serán desarticulados, sino porque la inclusión de esos temas en la Constitución cierra el camino a nuevos intentos y muestra la forma de evitar en el futuro este y otros desmadres.
Por esa razón, la vía del plebiscito no solo es la única que está abierta para detener ya, sin más, los enormes perjuicios que causará la reforma de 2023 a trabajadores y pasivos, sino que es la única que asegura que esa tentación quede bloqueada para el futuro.
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Pero es cierto que hay una confiscación en todo este asunto: la de una parte de la vida de los trabajadores, a los que se obliga a seguir trabajando otros cinco años, durante los que deberán seguir aportando, y, cuando al fin puedan retirarse, si llegan a hacerlo, recibir prestaciones menores que las que, hasta la aprobación de la reforma multicolor, podían percibir.
En esta discusión se ha gastado mucha tinta en tratar de demostrar que las propuestas de la papeleta son perjudiciales para el país, pero se ha hablado muy poco de lo perjudicial que es para trabajadoras y trabajadores, activos y pasivos, que también son el país, lo que se votó el año pasado. Y eso sí que es una confiscación, porque el Estado obliga a hacer aportes que no estaban establecidos y retiene prestaciones que ya estaban siendo generadas como derecho. Los cinco años de aportes adicionales equivalen al salario líquido de casi un año de trabajo, y a eso hay que sumarle cinco años de prestaciones no pagadas y que nunca lo serán.
Sería buena cosa que aparezca lo antes posible un manifiesto firmado por mil economistas de izquierda por el No a la reforma multicolor. Porque ese es el gran problema y no el plebiscito, si se mira desde el lado del pueblo.
1. «En el largo plazo, todos estaremos muertos» (John Maynard Keynes, que no usaba todavía el lenguaje inclusivo).
Benjamín Nahoum
fuente:
https://brecha.com.uy/de-esto-no-hablan-la-confiscacion-de-la-vida/